#42 Uno+Uno=3
Hace muchos años leí que una película no termina en el momento en que se termina de rodar una película sino mucho después. En aquella época de iniciación yo no me había preguntado aún sobre el origen de las imágenes y la frase me pareció confusa. Las películas eran y ya está. Después me contaron que todo el material rodado se ordenaba en un lugar llamado “sala de montaje”.
Creo que fue al comienzo de mi etapa en la facultad cuando algún profesor llegó a comparar los secretos de la sala de edición con los misterios de los fogones de una gran cocina. El cortar, pegar y dar ritmo a las tiras de celuloide tenía su símil culinario en el pesaje, corte y cocción de unas buenas lentejas con chorizo, por ejemplo. Y el profesor insistía en que en ambos casos lo más importante era el ritmo: si los ingredientes se cocinaban muy despacio, corrían el peligro de quedarse a medio hacer. Si en cambio se subían los fuegos y la ebullición era demasiado rápida, las legumbres podían llegar a quemarse. El equilibrio del tiempo era el gran secreto: de la cocina, del cine y quizá también de todo esto que llamamos “todo esto”.
El material total rodado para el corto Wrócic (Volver) era de casi cien minutos. Hubo algunas tomas complejas que llegamos a repetir hasta seis veces. Otros planos en cambio, como los paisajes de mar o de playa, sólo los rodamos una vez. Con todo este material bajo el brazo y unos apuntes previos de montaje me planté en Barcelona dispuesto a pasar dos semanas en el despacho del editor del corto.
Domi Parra había trabajado en el montaje de las películas de Isaki Lacuesta Cravan versus Cravan (2002) y La Leyenda del tiempo (2006). Era por lo tanto uno de los nombres clave de la nueva escuela documental de Barcelona. El cortometraje Wrócic (Volver) tenía poco de experimento fronterizo entre ficción y realidad, pero Domi era amigo de amigos y terminé montando la película con él. Yo tenía muy claro cómo empezaba el corto y cómo iba a terminar, pero lo que faltaba era precisamente todo “lo de en medio”. Gracias a Domi los tiempos fueron ajustándose y el cortometraje tomó forma. También en la cocina de edición me di cuenta de que el problema real no era tanto saber el orden que iban a seguir las secuencias sino darles su duración precisa.
Releo mi cuaderno de notas de aquellos días y rescato un frase: la sensación de montar una película tiene mucho de ejercicio de escultura. Se pica y lima un bloque gigante para poco a poco ir dando forma a la piedra o al hierro con el que trabajamos.
Una vez que el ritmo y despiece van aligerando el corto, el siguiente momento clave es el de saber decir “basta”. Y es que no es tán fácil decidir cuándo se termina el montaje. Sobre todo para el director, dispuesto a seguir probando variantes y ajustes finales eternamente.
Del “taller” de Domi salió una pieza de quince minutos sin los créditos iniciales y finales (que después sumaron 17 minutos en total). Con este montaje viajé otra vez a Montevideo, dispuesto a poner sonido a todo aquello que estaba sucediendo en la pantalla.
En la imagen de hoy, cocina “Superlanda” de uno de los apartamentos en los que viví durante los días de Montevideo.
Creo que fue al comienzo de mi etapa en la facultad cuando algún profesor llegó a comparar los secretos de la sala de edición con los misterios de los fogones de una gran cocina. El cortar, pegar y dar ritmo a las tiras de celuloide tenía su símil culinario en el pesaje, corte y cocción de unas buenas lentejas con chorizo, por ejemplo. Y el profesor insistía en que en ambos casos lo más importante era el ritmo: si los ingredientes se cocinaban muy despacio, corrían el peligro de quedarse a medio hacer. Si en cambio se subían los fuegos y la ebullición era demasiado rápida, las legumbres podían llegar a quemarse. El equilibrio del tiempo era el gran secreto: de la cocina, del cine y quizá también de todo esto que llamamos “todo esto”.
El material total rodado para el corto Wrócic (Volver) era de casi cien minutos. Hubo algunas tomas complejas que llegamos a repetir hasta seis veces. Otros planos en cambio, como los paisajes de mar o de playa, sólo los rodamos una vez. Con todo este material bajo el brazo y unos apuntes previos de montaje me planté en Barcelona dispuesto a pasar dos semanas en el despacho del editor del corto.
Domi Parra había trabajado en el montaje de las películas de Isaki Lacuesta Cravan versus Cravan (2002) y La Leyenda del tiempo (2006). Era por lo tanto uno de los nombres clave de la nueva escuela documental de Barcelona. El cortometraje Wrócic (Volver) tenía poco de experimento fronterizo entre ficción y realidad, pero Domi era amigo de amigos y terminé montando la película con él. Yo tenía muy claro cómo empezaba el corto y cómo iba a terminar, pero lo que faltaba era precisamente todo “lo de en medio”. Gracias a Domi los tiempos fueron ajustándose y el cortometraje tomó forma. También en la cocina de edición me di cuenta de que el problema real no era tanto saber el orden que iban a seguir las secuencias sino darles su duración precisa.
Releo mi cuaderno de notas de aquellos días y rescato un frase: la sensación de montar una película tiene mucho de ejercicio de escultura. Se pica y lima un bloque gigante para poco a poco ir dando forma a la piedra o al hierro con el que trabajamos.
Una vez que el ritmo y despiece van aligerando el corto, el siguiente momento clave es el de saber decir “basta”. Y es que no es tán fácil decidir cuándo se termina el montaje. Sobre todo para el director, dispuesto a seguir probando variantes y ajustes finales eternamente.
Del “taller” de Domi salió una pieza de quince minutos sin los créditos iniciales y finales (que después sumaron 17 minutos en total). Con este montaje viajé otra vez a Montevideo, dispuesto a poner sonido a todo aquello que estaba sucediendo en la pantalla.
En la imagen de hoy, cocina “Superlanda” de uno de los apartamentos en los que viví durante los días de Montevideo.
2 comentarios
josu -
Ander -
A propósito de el montaje, la escultura, en fin, a propósito de quitar, que es lo más difícil, mira lo que he leído hoy en una columna de Santiago González en El Correo:
"José María Iribarren, gran navarro, cuenta en 'El porqué de los dichos' que un escultor más bien chapucero se aplicaba a tallar una imagen para la iglesia de su pueblo. Acertó a pasar junto a su taller un conocido y, al preguntar éste al artista por el nombre de aquel santo, aún en bruto, respondió en plan relativista: «Si me sale con barbas, San Antón y si no, la Purísima Concepción».
Estamos deseando ver qué te ha salido, con barbas o sin, sobre todo por esa invitación (si no he entendido mal) de ofrecer a los asistentes
lentejas con chorizo, en vez de palomitas ni txorradas de esas.